sábado, 28 de junio de 2025

¿Adónde está el periodismo cultural?

 


—Stiven, ¿en cuál departamento trabajas? ¿Eres de farándula?

—No, o sí, realmente estoy en la sección de cultura —la voz de la persona de alejó del receptor celular, y logré escuchar en la llamada: “Sí, anota ahí, es de farándula”—. No, no… ¿Aló?…

Esta breve plática anodina que tuve con un trabajador en un medio de información (que no es Todasadentro), refleja cómo el imaginario colectivo, en este caso, el venezolano, ha eliminado la figura del periodismo cultural.

Sin duda es una de las fuentes que, abordando temas de la sensibilidad, la imaginación y la creación, tiene mayor libertad expresiva, porque algunas veces abunda la literatura por encima de la falsa objetividad y la escritura gris que es norma académica en este oficio.

Sin embargo, desde hace siglos se estaba anunciando al periodismo como un arte inferior; Humberto Cuenca detalla en su libro Imagen literaria del periodismo (1961), que la crítica inicia en el Siglo de las Luces, con un Voltaire que dirigió escandalosas palabras a los redactores de gacetas, y un Jean-Jacques Rousseau que anunciaba la muerte de los periódicos en la hora del crepúsculo.

¿Qué se puede esperar, en este siglo XXI, de la opinión que se tiene del periodismo?, y peor aún, al nombrar el apellido Cultural; ¿está muerto o de parranda? ¿Dónde está?

Hace algunos años, cuando aún era estudiante de Comunicación Social, y estaba iniciando el proceso de búsqueda e investigación de mi trabajo de grado, visité la oficina de la Biblioteca Ayacucho, ubicada en el edificio Centro Financiero Latino en Caracas; en ese momento, el poeta Luis Alberto Crespo estaba por dictar uno de sus talleres sobre escritura. Le solicité inmediatamente, sin intermediarios, entrevistarlo para mi trabajo.

—¿Eres estudiante en Letras? —dijo con su voz filosa, y suavemente ronca.

—No —le respondí muy tímido, y casi tembloroso—. Estoy estudiando Comunicación Social…

—¡Qué terrible! — exclamó.

Esa fue la primera advertencia que se lanzó como un fuerte golpe hacia mi cara, y que plasmaba el panorama actual (e histórico) del impresentable oficio periodístico. Los periodistas son perseguidos por el graznido del cuervo de Edgar Allan Poe. El personaje de la obra poética El cuervo está siendo atormentado por un diablo o profeta. La predicción del pájaro es su locución enigmática: “nunca más”; algo parecido ocurre cuando hablamos de la muerte del periodismo cultural.

Parece una oración escrita en las tablas de piedra de Moisés, un mandamiento que es obedecido por las industrias de la información. “Periodismo cultural: ¡nunca más!”.

El poeta Gustavo Pereira declaró en el 2022, para un medio del Estado venezolano, que en los periódicos no hay páginas para las expresiones artísticas, y cuando hay secciones de cultura, solo colocan informaciones de entretenimiento.

Los medios de información privados y públicos en Venezuela, no parecen tener mucho interés en tocar este asunto.

Hay quienes se rasgan las vestiduras gritando consignas revolucionarias y haciendo un llamado a viralizar en las redes digitales, como si las expresiones artísticas y tradicionales fuesen un virus (puesto que sí lo son los contenidos de farándula y otras bufonadas de famosos, influencers, y políticos mediocres).

Parafraseando a Eduardo Galeano: la cultura del capitalismo es del consumo, de lo efímero. Un ejemplo concreto es lo que sucede en las redes digitales: la hiperinformación/desinformación, el hábito de desplazar reels en Instagram o vídeos de TikTok sin llegar a nada, sino al vacío.

Los medios de información, los alineados con un sistema que privilegia al mercado por encima de lo humano, o los que solo defienden el poder a toda costa, no les conviene una sociedad que lea, que se descubra y deslumbre con palabras que exploren su identidad, su historia y cultura. Quieren a sujetos sin memoria, y sin pensamiento crítico, quieren a sujetos subyugados a la viralidad, y a la dictadura de la información impuesta.

A más de una persona he escuchado decir que ya no lee periódicos, “me informo deslizando reels (videos cortos) en las redes, pero no termino viendo nada”.  Los pocos periódicos impresos que hay en Venezuela se quedan en los kioscos, para ser vendidos al día siguiente de su publicación, como papel para limpiar las impurezas de las mascotas.

Los medios que distribuyen de forma impresa y los digitales que existen en el país, propagan el periodismo de entretenimiento; forma parte de la cultura del consumo. Estos medios no le dan importancia a los hechos culturales que surgen de colectividades o personajes casi desconocidos (porque históricamente fueron velados por la modernidad) para la población, sino que prefieren publicar lo conocido, lo pop, la tendencia, y lo políticamente conveniente.

Si en el siglo XX, el periodismo cultural venezolano (como el suplemento Papel Literario de El Nacional, que todavía sigue circulando; la revista Élite, y otras más) estaba dirigido principalmente a privilegiar las bellas artes, y la cultura burguesa, hoy día la situación es más radical: los medios de información apuñalan esta fuente para que no sean conocidas las culturas, y para que no ocurra la finalidad (consciente o inconsciente) de artistas, creadores y cultores, que es provocar las transformaciones y la toma de conciencia.

¿Para qué guardar un periódico (digital o impreso) si todo el contenido que tiene pierde su vigencia al día siguiente? Tal vez la sección cultural potencia la probabilidad de trascendencia de un periódico, porque ahí se registra la interpretación de sujetos que reflejan al mundo a través de sus obras.  

¿Adónde está el periodismo cultural? Pocos son los espacios para esta fuente, y menos aún los que intentan una acción reivindicativa a favor de los pueblos, mostrando la belleza y el corazón de expresiones individuales y colectivas, como lo hace este semanario Todasadentro, que es constante ante los obstáculos impuestos, y que lucha por sostenerse en su formato digital ante la ausencia de papel.

 

Hay gente que me ha comentado que recuerda con afecto los ejemplares en papel de Todasadentro. “No solamente por la belleza de su diseño y su colorido, también por los artículos que hay. Yo tengo varios números guardados en mi biblioteca”.  

Recuerdo que hace un par de años, un fotógrafo que es muy activo en varios medios e instituciones culturales públicas, me dijo:

—¡Chamo, tú eres un periodista cultural! Casi nadie hace eso; en Venezuela es prácticamente inexistente, se cuentan con los dedos de una sola mano. Y hay tantas cosas por mostrar.

 

Stiven Rodríguez Volcán/ Caracas

Foto: SRV/ Imagen generada por IA


 NOTA: Crónica/ensayo publicado originalmente en la edición 1147 de Todasadentro (28 de junio de 2025).

viernes, 16 de mayo de 2025

Un pasajero que quiere volver a la selva



Autor: Stiven Rodríguez Volcán

      Foto: SRV

  Mi familia me quiere matar...

 Hacía calor, el sudor le estaba bajando por la frente, deslizándose por las tres arrugas hasta desembocar en la nariz. Bebía aguardiente, y cada vez que lo hacía se tomaba un buche de aire para estar, brevemente, en silencio.

 Su compañero de viaje, un hombre sonriente y de menor estatura, miraba hacia los lados advirtiendo cada uno de los rostros que estaban próximos.

Me quieren matar —reiteró, con una expresión muy amarga que se veía en su boca abierta, distinguiéndose pocos dientes en la mandíbula inferior—. Quieren mi dinero. Pero tengo que volver, allá está mi ropa, y todo lo que tengo.

 El tren del Metro se detuvo por unos minutos. Ingresó bastante gente que se amontonaba alrededor del hombre de flux gamuzado; era de esas personas que aparentan tener menor edad de la que tienen; su camisa de rayadas estaba tan arrugada que se encorvó creando una gran cavidad vacía. A cada minuto se agachaba para sacar y guardar un frasco plástico de Gatorade que, al abrirlo, desprendía el fuerte olor del licor.

 Movía sus manos gruesas, formando una masa de aire frente a la cara del compañero. “Miles y miles de zancudos, una cosa terrible. Y no solo eso, también hay ácaros. Uno se tiene que lanzar al agua para estar en paz”, decía, y su cuerpo entraba a otra realidad, viraba a ese ambiente que describía. “En la hacienda hay muchos animales: cochinos, gallinas, y cabras... Allá en Belén todo es monte. Me han mordido varias serpientes, pero yo también las he devorado”.

Repetía varias veces la palabra Belén, esa localidad ubicada en el estado Carabobo. Indicaba ser caraqueño, aunque su acento extraño (marcado por la bebida) y fisionomía aguileña, contrastaba con su afirmación. Sacó su cédula de identidad(“es nueva. Me dijeron: ‘señor, ¿por qué no se corta ese cabello para hacer la foto?’ Yo le respondí que aquí —y sujetó su cabeza— está mi fuerza, es la melena de Sansón”), la expuso como una obra de arte ante la mirada de todos, y la guardó cuidadosamente en su cartera.

Hablaba de su fuerza como de su palabra (“son de hierro; nadie me puede someter. Si mi esposa y mis hijos mayores no me quieren, ¡yo tampoco! Son ingratos; y aquí, en la ciudad, el amor es perecedero”). Un movimiento incoherente pero lleno de fuerza se apoderó de sus piernas, pisando con potencia el suelo. 

Carcajeó áspero, por unos segundos, luego volvió a tomar aguardiente, y el trago le revolvió la memoria. “Pero no puedo seguir, Caracas me va a devorar. ‘Adiós, Cheo’, dirán”, y con el dedo índice imitó la hoja de un cuchillo que pasaba por su cuello. “Dormir en estas calles es arrecho, es otra selva. Aquí el machete no hace nada frente a una pistola”, comentó.

 El tren se detuvo y tragó todas las palabras, hasta desplazarlas en el suelo junto a los desechos de las chucherías. La pausa en la estación desairó al hombre que, aunque no dejaba de hablar, expulsaba frases breves. 

Sus pequeños ojos se volvieron aún más diminutos, pero una luz en el interior los hacía distinguibles. Tardaba en sacar la mano del flux; se podía especular que guardaba algo importante o dudaba en sacarlo. 

   ¿Sabes qué me hace volver a esa selva? — le dijo a su compañero. Como no respondió, continuó—. Es lo que le dará sentido a mi vida y lo que me salvará después de la muerte. Allá tengo un tesoro que debo recuperar.


 Y de sus manos surgió, poco a poco, la foto de una bebé, guardada en su celular.
 

     ¿Es de tu mujer?—le preguntó el hombrecito sonriente.

    No. De otra.

   NOTA: Crónica publicada originalmente en la edición 1141 de Todasadentro (17 de mayo de 2025).