viernes, 16 de mayo de 2025

Un pasajero que quiere volver a la selva



Autor: Stiven Rodríguez Volcán

      Foto: SRV

  Mi familia me quiere matar...

 Hacía calor, el sudor le estaba bajando por la frente, deslizándose por las tres arrugas hasta desembocar en la nariz. Bebía aguardiente, y cada vez que lo hacía se tomaba un buche de aire para estar, brevemente, en silencio.

 Su compañero de viaje, un hombre sonriente y de menor estatura, miraba hacia los lados advirtiendo cada uno de los rostros que estaban próximos.

Me quieren matar —reiteró, con una expresión muy amarga que se veía en su boca abierta, distinguiéndose pocos dientes en la mandíbula inferior—. Quieren mi dinero. Pero tengo que volver, allá está mi ropa, y todo lo que tengo.

 El tren del Metro se detuvo por unos minutos. Ingresó bastante gente que se amontonaba alrededor del hombre de flux gamuzado; era de esas personas que aparentan tener menor edad de la que tienen; su camisa de rayadas estaba tan arrugada que se encorvó creando una gran cavidad vacía. A cada minuto se agachaba para sacar y guardar un frasco plástico de Gatorade que, al abrirlo, desprendía el fuerte olor del licor.

 Movía sus manos gruesas, formando una masa de aire frente a la cara del compañero. “Miles y miles de zancudos, una cosa terrible. Y no solo eso, también hay ácaros. Uno se tiene que lanzar al agua para estar en paz”, decía, y su cuerpo entraba a otra realidad, viraba a ese ambiente que describía. “En la hacienda hay muchos animales: cochinos, gallinas, y cabras... Allá en Belén todo es monte. Me han mordido varias serpientes, pero yo también las he devorado”.

Repetía varias veces la palabra Belén, esa localidad ubicada en el estado Carabobo. Indicaba ser caraqueño, aunque su acento extraño (marcado por la bebida) y fisionomía aguileña, contrastaba con su afirmación. Sacó su cédula de identidad(“es nueva. Me dijeron: ‘señor, ¿por qué no se corta ese cabello para hacer la foto?’ Yo le respondí que aquí —y sujetó su cabeza— está mi fuerza, es la melena de Sansón”), la expuso como una obra de arte ante la mirada de todos, y la guardó cuidadosamente en su cartera.

Hablaba de su fuerza como de su palabra (“son de hierro; nadie me puede someter. Si mi esposa y mis hijos mayores no me quieren, ¡yo tampoco! Son ingratos; y aquí, en la ciudad, el amor es perecedero”). Un movimiento incoherente pero lleno de fuerza se apoderó de sus piernas, pisando con potencia el suelo. 

Carcajeó áspero, por unos segundos, luego volvió a tomar aguardiente, y el trago le revolvió la memoria. “Pero no puedo seguir, Caracas me va a devorar. ‘Adiós, Cheo’, dirán”, y con el dedo índice imitó la hoja de un cuchillo que pasaba por su cuello. “Dormir en estas calles es arrecho, es otra selva. Aquí el machete no hace nada frente a una pistola”, comentó.

 El tren se detuvo y tragó todas las palabras, hasta desplazarlas en el suelo junto a los desechos de las chucherías. La pausa en la estación desairó al hombre que, aunque no dejaba de hablar, expulsaba frases breves. 

Sus pequeños ojos se volvieron aún más diminutos, pero una luz en el interior los hacía distinguibles. Tardaba en sacar la mano del flux; se podía especular que guardaba algo importante o dudaba en sacarlo. 

   ¿Sabes qué me hace volver a esa selva? — le dijo a su compañero. Como no respondió, continuó—. Es lo que le dará sentido a mi vida y lo que me salvará después de la muerte. Allá tengo un tesoro que debo recuperar.


 Y de sus manos surgió, poco a poco, la foto de una bebé, guardada en su celular.
 

     ¿Es de tu mujer?—le preguntó el hombrecito sonriente.

    No. De otra.

   NOTA: Crónica publicada originalmente en la edición 1141 de Todasadentro (17 de mayo de 2025).